domingo, 28 de septiembre de 2008

La tortura que no cesa

Al volver de vacaciones este verano, me he encontrado con un e-mail en el que una chica pedía mi consejo para poder ayudar a una amiga, de 17 años, que era maltratada por su novio: le prohibió que hablase con otros chicos, que saliese sin él, que utilizase el messenger, le borró todos los contactos del móvil, se peleaba con ella si se ponía falda,.. Como es normal, él la responsabilizaba a ella de toda la situación.
Las peleas, las discusiones, las acusaciones y las prohibiciones llegaron a su punto álgido a los cuatro meses, y ante la amenaza de dejarlo, él hizo alguna concesión, lo que provocó que ella continuara con esa relación.
La intensidad de las peleas crecieron, y su hostilidad hacia ella aumentó día a día: “Eres una puta”, “¡Ojalá te mueras!, la amenaza diciendo que se va a matar por su culpa,… Y entre un estallido y otro: “Yo es que te quiero mucho…”, “No voy a volver a hacer eso…”, “Estoy muy triste…”, etc.
Cierto día ella le dice que lo deja porque “lo han visto con otra…” y entonces, como era de esperar, él le pegó por primera vez.
La respuesta de ella fue “definitiva”: lo dejó… y… >(“lo siento muchísimo…”, “No sé cómo pude”, “Estoy muy arrepentido…” “Antes de tocarte me corto las manos…”) han vuelto a estar juntos.
Cuando su amiga le preguntó por qué había vuelto con él, ella le contestó que “él ha cambiado”, que “era el mejor mes de su vida”, que “eran malos prontos que él tenía” y que “él la quiere” y que “nunca volverá a maltratarla”…

* * *
Son 17 años... ¿Qué vida le espera?

“Siempre he vivido el mundo de él…”
Todo maltratador es un torturador que persigue el dominio racional y emocional de su víctima. Este dominio sólo es posible si destruye su autonomía, y esta destrucción se alcanza cuando el maltratador consigue aislar a su víctima de sí misma y de los demás.
Pero ¡ojo!, este dominio no es completo si la víctima no manifiesta una sumisión consentida, e incluso deseada. Lo que provoca que el fenómeno del maltrato sea de larga duración.
¿Cómo es posible que esto suceda?

“Tú aguanta, tú aguanta. Todas las mujeres tenemos una cruz que llevar…”
A lo largo de nuestros primeros años de existencia todos aprendemos a comunicarnos con los demás mediante la interacción con nuestros padres, hermanos, amigos, profesores, etc. Además de adquirir estructuras comunicacionales que nos permiten discriminar contextos, y establecer relaciones significativas con los demás, aprehendemos una serie de valores que configuran emocional y cognitivamente nuestro universo significativo.
Es decir, los individuos no nacemos en un espacio vacío, sino en el seno de una cultura que nos proporciona todos los elementos estructurales a partir de los cuales nos convertimos en individuos socialmente hábiles. El punto de vista que estamos estableciendo aquí es muy sencillo: los seres humanos interactuamos en el mundo teniendo como horizonte interpretativo una “visión” de lo que es y/o debe ser la realidad. De lo que son y deben ser nuestras relaciones con los demás, etc. Lo que hace que nuestros modos de actuar en el mundo no sean independientes de nuestros modos de pensarlo y valorarlo, Pero estos modos tienen que ver más con las emociones (imágenes) que con las “razones”. Al final, con este complejo mecanismo, dotamos de significado no sólo al mundo en el que voy a actuar, sino a la totalidad de las relaciones que vamos a establecer en él (y que espero que él vaya a establecer conmigo), de tal modo que las estructuras comunicacionales se articulan como modos connaturales de significar nuestras relaciones.
El ejemplo de todo esto se pone de manifiesto en lo que llamo síndrome del Clan y Síndrome de Eloísa (véase mi libro La soledad de Mae. Una investigación antropológica de la violencia doméstica), un conjunto de síntomas que determinan la conducta significativa de las mujeres en interacción con los hombres, desde una perspectiva doble: por un lado desde el sistema de valores que representa la feminidad en relación con la masculinidad, en el contexto de la familia, esto es: la mujer como esposa y como madre y, desde otro lado, desde el sistema de valores que representan ese oscuro y luminoso sentimiento que llamamos amor. Por supuesto ambos sistemas de valores son interdependientes.
Además, todo este contexto cultural no es independiente de nuestra propia naturaleza: fisiológica y evolutiva, que tiende a conformar relaciones de dependencia bioquímica e instintiva.

“Quería seguir con él, porque quitando los palos, que ya era una cosa gorda, en lo demás no era mala persona… Quería ser una familia normal”
Nuestro sistema de relaciones, por tanto, hunde sus raíces en lo más profundo de nuestro ser biológico y cultural y es en este contexto desde donde el maltratador opera para someter a su víctima a un proceso de dominación.
El proceso se puede expresar a través de un esquema de dominación psicológica (Véase, Herman "Cautivas" en Cárcel de amor, 2005, o Leonore Walker, 1979) en el que la víctima es sometida a un contexto emocional patógeno: temor (a que la mate)/gratitud (porque le perdona la vida); degradación (porque controla su cuerpo)/exaltación (porque atenúa dicho control) y violación axiológica (porque obliga a la víctima a traicionar todo su sistema de valores).
Pero este esquema no es exclusivo del maltrato doméstico, sino que es el mismo que utilizan los secuestradores políticos, las redes de prostitución, las sectas y, como no, los maltratadores domésticos.
Ahora bien, en la violencia doméstica la víctima no es hecha prisionera a través de la violencia, sino mediante el amor (un fenómeno biológico/cultural), y no es mantenida en prisión mediante cadenas y rejas, sino mediante los valores culturales de la familia.
Como el sistema complementario (dominio/sumisión) bajo el que se organizan nuestras relaciones domésticas, centra emocionalmente a la víctima entorno a las funciones que les son propias en ese sistema de relaciones (esposa/madre), el maltratador centra su persuasión en los valores que sustentan estas relaciones hasta que consigue que para la víctima la unidad básica de supervivencia emocional y cognitiva, sea ella y su maltratador. Y desde aquí, la relación doméstica se vuelve patógena.
En efecto, en toda la relación con el maltratador, la víctima está sometida siempre a un contexto triple de interpretación que tiene que conjugar: el de lo que espera y desea de su relación amorosa (el amor no puede ser violencia); el de lo que se le exige de su condición de madre y de esposa (la familia es su esfera de responsabilidad) y el de la conducta de dominación del maltratador (que no es deseada pero sí esperable).
En esta situación intracontextual, una paliza no es significada como una conducta agresiva, inmoral y delictiva que imposibilita una relación; sino como una conducta “excepcional” motivada por causas ajenas a la propia relación (enfermedad, drogas, exceso de amor…) y que puede ser corregida a través del cariño, la comunicación, etc.
Con el paso del tiempo, esta conducta es normalizada por la víctima (ve la relación a través de los ojos de él), produciendo un sistema morboso de relaciones, tanto desde una perspectiva física como moral, en el que ésta pierde su autonomía (“Siempre he vivido en el mundo de él…”); y configura sus experiencias vitales, incluidas las de sufrimiento, a través de las pautas que marca su agresor (“Pero yo siempre tenía la esperanza de que cambiara… Desde la puerta del juzgado 2 ó 3 veces: “Por favor, no me dejes…”. Y he vuelto”).Llegados a este punto, la dominación completa se ha producido y la víctima se abandona a sí misma…, (“Un domingo, en la playa, me dio una paliza enorme. Salí como pude de la casa y vi unos policías…, pero no pude denunciarlo”).


¿Cuándo vamos a empezar a tomarnos el asunto en serio y crear modelos efectivos de PREVENCIÓN?...